Cuando tenía quince años, me inscribí en un programa de intercambio estudiantil, pensando en acabar en un lugar “icónico”: Madrid, tal vez, o Barcelona, o algún pueblo blanco, acariciado por el sol de la costa sur. Deseaba estar en un sitio cálido, reconocido, el tipo de lugar que aparece en las postales o en los libros de texto de español. Pero, en lugar de eso, me asignaron una familia en un pueblo del que jamás había oído hablar: Mieres, en Asturias. Escribí el nombre en Google, en el ordenador de casa, en Seattle, y la pantalla iluminó la sala de estar de mi madre. Las imágenes mostraban montañas tan verdes que parecían sacadas de un sueño, callejones angostos, edificios de ladrillo, y la niebla, deslizándose y abrazando las colinas. Un antiguo pueblo minero en el norte. Tranquilo. Gris. No la España que me habían vendido, e igual por eso, me atrapó.
Lo que aún no sabía era que Mieres había sido un motor que alimentó a toda una nación. Sus minas de carbón fueron el alma de la era industrial española, alimentando fundiciones de acero y locomotoras, y constituyendo la columna vertebral económica de Asturias durante más de un siglo. Generaciones de hombres descendieron a las entrañas de la tierra, sus días marcados por largos turnos y el polvo de carbón. El espíritu del pueblo se forjó bajo tierra, en galerías y pozos, y en los movimientos obreros que de ellos nacieron. Los mineros no eran solo trabajadores, sino también organizadores, poetas, rebeldes. Y cuando estas minas comenzaron a cerrar, el silencio que las siguió no fue solo económico. Fue un silencio profundo, emocional, ancestral.
Llegué a Asturias sin saber castellano de libro. Todo lo que aprendí lo absorbí a fuerza de necesidad, por repetición. Tropecé en conversaciones, descifré la gramática a ciegas, malinterpreté vocabulario, confundí bromas con insultos y viceversa. Pero algo en mí amaba ese desafío. No solo estaba aprendiendo un idioma; estaba aprendiendo a vivir dentro de él. Y no solo el español: en Mieres, el lenguaje es plural por naturaleza. Aprendí el ritmo del asturiano mientras me adentraba en los misterios del subjuntivo. Oí a la gente decir nun ye verdad, guaje y prestu, y me di cuenta de que allí había algo mucho más profundo que lo que cualquier libro de frases podía enseñarme. El lenguaje aquí no es solo algo que se enseña, es algo que se hereda. Fue un tipo de educación que no se encuentra en los programas de estudios. Y dejó una marca imborrable.
Después de ese primer año en Asturias, regresé a los Estados Unidos, terminé el bachillerato y la universidad. Años después, volví. Esta vez no por una asignación azarosa, sino por elección. Decidí mudarme a Oviedo para hacer un máster y acabé encontrando trabajo. Es el tipo de historia que se lee bien en los currículos: estudiar en el extranjero, enamorarse de una cultura, regresar para construir una vida. Pero la realidad de vivir fuera, a largo plazo, es más lenta y compleja que eso.
No solo te mudas a otro país. Te desarmas y te reconstruyes. Se pierden palabras. Se encuentran otras. Te encoges en algunos entornos y te expandes en otras. Cada día tomas decisiones pequeñas, cotidianas —cómo saludar a alguien, cómo pedir un café, cómo quejarte— y descubres que cada una de ellas lleva consigo un contexto que aún estás aprendiendo. Te vuelves buena observadora. Buen oyente. A veces te ríes en el momento equivocado y luego, con humildad, te ríes de ti misma.
Para mí, Asturias hizo espacio para todo eso. La gente aquí es directa, cálida, pero también aguda. En la amabilidad asturiana hay una práctica desnuda, sin adornos ni actuaciones. Es la gentileza de aquellos dispuestos a acompañarte hasta la parada del autobús, aunque vayan en la dirección opuesta. Es la amabilidad de quienes te corrigen sin hacerte sentir pequeña. Es el orgullo feroz de los asturianos por su tierra, pero con una generosidad de compartirla contigo si te tomas el tiempo de interesarte. Yo me he interesado, con profundidad. Lo suficiente para quedarme. Lo suficiente para escuchar con el alma.
En Asturias aprendí que el lenguaje es cultura, no solo vocabulario. Aprendí que guapo no es solo hermoso, es cariño, es matiz. Que cuando alguien dice puxa, no es solo un grito de ánimo, es un eco de identidad, de orgullo, de historia. Un grito que nace del polvo del carbón y de las verdes colinas. Aprendí que cuando alguien dice nun pasa nada, lo dice con una calma que te reconforta, no como una despedida, sino como un refugio.
Aprendí a vivir en un lugar de capas. Mieres, como gran parte de Asturias, lleva su pasado en la piel. Hay estatuas de mineros con las lámparas alzadas, sus botas talladas en piedra. Chimeneas vacías. Pozos cerrados. Viejos centros sindicales reconvertidos en espacios culturales. Pero también hay grafitis que proclaman la cuenca vive —la cuenca minera sigue viva— y bares llenos de vida, de discusiones, de historias. Asturias no hace ruido sobre sí misma. Su alma se revela con el tiempo, a través de las montañas, el mar, las largas sobremesas, el humor que se entrelaza en la conversación cotidiana. Si dejas que te hable, lo hará.
Vivir aquí me ha hecho desconfiada de las categorías fáciles —“expatriada”, “inmigrante”, “extranjera”. Estoy en un punto en el que ya no soy un visitante ni un residente pleno: lo suficiente para saber qué se celebra en cada temporada, Y para saludar a los vecinos por su nombre. Pero nunca seré de aquí, y no pretendo serlo. Lo que deseo es pertenecer, con honestidad, en la forma que me sea posible.
He aprendido a valorar las verdades calladas de Asturias: no solo el eslogan del paraíso natural, sino las complejidades que se esconden tras él. La incertidumbre económica. La juventud que marcha a la gran ciudad para buscar trabajo. La tensión entre la tradición y el cambio. Y, sin embargo, he sido testigo de una clase de resiliencia que se siente diferente al jaleo de la gran ciudad en la que crecí. No es ambición desmedida, es dignidad. Es orgullo por el trabajo, por la tierra, por el simple hecho de saber quién eres.
Cuando llegué aquí, pensaba que estaba aprendiendo el idioma y la cultura, con un plan de volver a mi país con más sabiduría internacional. Pero, en realidad, a lo largo de la experiencia, estaba aprendiendo a prestar atención. A estar en silencio y ser presente. A encontrar la alegría en las pequeñas cosas: una conversación profunda, un paseo por El Naranco, un amigo que te trae casadielles solo porque sí. Estaba aprendiendo a notar lo que no se puede traducir. Y, de algún modo, eso es lo que se ha convertido en mi vida: un acto continuo de traducción. No solo entre lenguas, sino entre personas. Entre quien era en Seattle y quien soy ahora aquí. Entre lo que pensaba que necesitaba para sentirme en casa y lo que realmente he hallado.
No sé cuánto tiempo me quedaré. La vida avanza, y la idea de permanencia puede ser inestable cuando uno se mantiene abierto al cambio. Pero sé que Asturias y Mieres han dejado una huella que jamás se borrará de mí. Me enseñaron un ritmo diferente, otro tipo de éxito, y un nuevo vocabulario para la pertenencia. Y por todo ello, les estoy agradecida, en cualquier idioma.
Sophia Rollins